lunes, 15 de diciembre de 2008

Enseñanza española y régimen político.


Remito al Diario de la República Constitucional donde está publicado este ensayo y comentarios adjuntos.


Enseñanza española y régimen político.

David López Sandoval

Hasta el siglo XIX, y desde la búsqueda de la kalokagathía griega -la cualidad ideal de aunar lo bello y lo bueno-, pasando por la humanitas latina, el Humanismo renacentista y llegando, incluso, hasta el ideal “pansófico” de un Comenius, la esencia de todo aprendizaje consiste en la relación vertical entre el maestro o instructor y el alumno que pretende ser instruido. Dicha verticalidad queda establecida por la promesa y esperanza de mejoramiento, de ascensión -intelectual o espiritual- hacia un objetivo que siempre coincide con la areté, virtud que se encarna en un ser humano y lo convierte en paradigma que debe ser imitado. La educación no es posible sin que se ofrezca una imagen del hombre tal como tiene que ser. A pesar de los cambios culturales, sociales, políticos, ideológicos o económicos, la verticalidad se mantiene estructuralmente, si bien lo único que se ve afectado es ese paradigma, ese imperativo de lo humano. Jamás se discute en Occidente el objetivo de hacer a los hombres mejores a partir de la paideia ni, por supuesto, la necesidad de que sea precisamente mediante la superación, la excelencia y el mérito como el ser humano lo logre. Sólo “los mejores” han de conseguir “lo mejor”.

Con las utopías socialistas del XIX emerge un nuevo punto de vista. La preocupación por la miseria en la que vive la clase surgida de la Revolución Industrial crea dos necesidades imperiosas: la búsqueda de la igualdad social y un nuevo ideal de Estado benefactor -pero todopoderoso- que la procure. En la educación, lo que al principio supone tan sólo una modificación en el paradigma de la areté se tornará, tras el auge de los movimientos sociales, en la destrucción de la verticalidad antes citada, sustituida ahora por una horizontalidad impuesta verticalmente desde esa infalibilidad mesiánica y judeocristiana que, a partir de Lenin, caracteriza los regímenes social-comunistas. El proceso queda definido en la confusión -siempre intencionada- entre lo social y lo político y su posterior homogenización. Puesto que el Estado invade lo social, resulta lógico que, en esta tabula rasa, el sistema de enseñanza corra una suerte parecida. Se recrea en lo educativo el mismo proceso que sacrifica la libertad para salvaguardar la igualdad, supuesto fin de todo grupo humano que se precie. No sólo el paradigma de la areté cambia radicalmente, sino las bases sobre las que su búsqueda se asentaba.

Paradójicamente, mientras los países comunistas se apartan de esta lógica haciendo de sus universidades auténticos templos “meritocráticos”, Occidente se lanza, tras la década de los sesenta, a la loca carrera de la “comprensividad”. Pero el Occidente que surge entonces bajo los adoquines parisinos debe conjugar su tradición liberal con la renacida tendencia de las mayorías. Las nuevas propuestas pretenden importar las utopías del primer socialismo al ámbito de la escuela. En España, hay tres momentos importantes: el krausismo, la Escuela Única de la Segunda República y los daños colaterales del mayo francés, de los que la “Ley Villar Palasí” es el más mortífero. Si los regímenes totalitarios no tienen que esconder sus pretensiones, para la nueva “democracia” española resulta vital la retórica que transforma el sistema de enseñanza en todo un simulacro “baudrillardiano”.

Porque tanto la verticalidad como el mérito huyen de la retórica del simulacro y abrazan la de la imitación de modelos de conocimiento, y porque han de situarse más allá de cualquier imposición exógena, de cualquier ideología aniquiladora de la libertad de cátedra, el sistema educativo actual, al haber acabado con la esencia de cualquier instrucción, es antinatural y sólo sirve al poder establecido. Nunca en España hubo un control tan férreo de la labor del profesor, que se ha visto obligado a abandonar la esencial búsqueda de la areté para impartir la impostada doctrina de la salut publique.

A pesar de lo expuesto, las explicaciones que se suelen dar a la decadencia de la enseñanza española obvian un dato aun más relevante: el contexto donde empieza. Que Transición política y reforma educativa coincidan en el tiempo no es casualidad sino mensaje cifrado que la perspectiva histórica va revelando poco a poco. La senda que abre esta evidencia habrá de ser, sin duda, mucho más provechosa.

La verdad política se muestra tozuda a pesar de los verdugazos propinados desde hace treinta años para intentar domeñarla. Su heroica contumacia tiene hoy recompensa, pues ha aprendido a guarecerse tras la pantalla virtual del mundo esperando las pequeñísimas ocasiones que se le prestan, como poros por donde comienza a transpirar libre. Todo, en España, nace y muere en ella, en su ausencia quiero decir, y todo -no podía ser de otra manera- es a su vez consecuencia de ella misma, de su ocultamiento, de su perversión, de su miseria. La verdad, empero, de la representación de la sociedad civil, de la libertad política, de la supremacía del individuo frente al Estado no advendrá, como algunos piensan, con la actual crisis económica sino un poco más tarde, cuando se apele a la inteligencia del pueblo, a su iniciativa, a su clarividencia, y se descubra que éstas apenas sobreviven. Entonces se mostrará tal y como fue el engaño, y se descubrirá al fin que, para que triunfase, se requería la participación de todos, la servidumbre autocomplaciente de treinta años de reformas educativas.

Cuanto ha acontecido en España se ha sostenido en el pedestal de la ignorancia. El régimen franquista la forjó poco antes de su metamorfosis porque comprendió que sería lo único que garantizase su perpetuación. La impostura mediática, la hipocresía partidista, de nada habrían de servir sin el fundamento de la inopia voluntaria. Pero, ¿cómo conseguirla? Institucionalizándola, es decir, que ésta fuese uno de los pilares del régimen político que se inauguraba. Por ello se hizo imprescindible un movimiento previo a la transición política, la Ley General de Educación y la Reforma Educativa de 1970, que, transido de “nuevos valores pedagógicos y democráticos” -team teaching, educación personalizada, etc.-, preparaba el terreno para el desmantelamiento posterior de aquellos otros valores que se consideraban una antigualla por pertenecer a una ley, la Ley Moyano, que, en su estructura, había perdurado durante más de un siglo. Tres fueron las vías que se siguieron a partir de entonces: desprestigio paulatino de la labor de los profesores, introducción en las aulas del pensamiento dominante del nuevo régimen y, por último, aparente inestabilidad que, con el disfraz ideológico, permitía que la sociedad desviara la atención hacia la superficie de lo que en realidad estaba ocurriendo.

La mengua del oficio docente comenzó con la ley de 1984, que regulaba la Función Pública -a ella hay que añadir las reformas efectuadas en 1988 y 1993- y que establecía una serie de normas concernientes a la movilidad de los funcionarios, a su nivel y a la asignación de destinos que claramente discriminaban a los profesores. Posteriormente, en 1985, la LODE daría la puntilla definitiva, al completar este aislamiento laboral con el desdoro social, creando el Consejo Escolar del Estado y los Consejos Escolares de centro. En aquél los sindicatos comenzaron a suplantar a los docentes en las futuras negociaciones; en éste los claustros dejaron de ser el principal órgano rector de escuelas e institutos. A partir de entonces, la LOGSE de 1990 y la vigente LOE no hallarían ningún obstáculo insalvable para concluir el trabajo: sustitución de las asignaturas por áreas, promoción automática, supresión del Cuerpo de Catedráticos de Bachillerato, creación de las llamadas competencias básicas.

Por otro lado, nada de esto habría sido posible sin la inestimable ayuda de quienes se hacen llamar “agentes sociales”. Que la Administración considere únicamente a las asociaciones sindicales de la enseñanza interlocutores válidos para cualquier negociación no sólo no es democrático sino que pretende el control y el amordazamiento de toda disidencia, y más teniendo en cuenta que éstas son subvencionadas por aquél, que su capacidad de influencia depende de unas elecciones con listas cerradas y que su máxima aspiración consiste en entrar en las diversas mesas sectoriales, agencias de clientelismo, blocaos de intoxicación política, figones de sinecuras.

Así pues, lo peor de semejante panorama no fue el escamoteo progresivo de méritos y privilegios, sino el silencio con que se acató el sacrificio. Se engañan los preceptores cuando achacan parte de los males sufridos a una autoridad mermada. El Cuerpo de Profesores de Secundaria no ha perdido preeminencia sino, precisamente, corporeidad. No resulta extraño que, entre el lamento y la aquiescencia, todavía se encomienden a la vana promesa de un “deus ex machina”.

La irrupción en las aulas del pensamiento dominante del régimen político tuvo su inicio con el nacimiento de la Constitución de 1978. Su presencia desde los más bajos niveles de la EGB, sobre todo en la asignatura de Ciencias Sociales, fue, sin duda, algo concertado y sufragado por los poderes públicos y auxiliado por las diferentes editoriales de libros de texto -recuérdese de dónde surge el difunto señor Polanco y el grupo mediático PRISA- y la complicidad de la mayoría de los profesores. En un momento tan crítico de la historia de España se hacía necesaria la proclamación del nuevo evangelio político sin que nadie -ni siquiera, insisto, la empresa privada dedicada a la edición de libros de texto- osara ponerlo en duda. El ideario, sin embargo, se centró, antes que en el articulado de la Carta Magna, en una suerte de moral buenista y políticamente correcta que abordaba, mediante hipnopedia huxleyiana, temas tan imprescindibles para la sabiduría del estudiante como la educación vial, el respeto de las zonas verdes de la ciudad o la solidaridad con los pobres de Etiopía -por aquel entonces paradigma de la miseria-. El nacimiento de las asignaturas transversales en 1990 y de Educación para la Ciudadanía actualmente no ha supuesto un salto cualitativo importante. La cosa estaba ya inventada.

La piadosa enseñanza, concebida como un instrumento de cambio social, sólo se pudo materializar en la prolongación de su obligatoriedad y en la desaparición de toda autoridad, ocasionando, además, que la educación en valores, arraigado cometido de la familia, pasara a la escuela y que ésta no tuviese ningún reparo en delegar en aquélla su tradicional responsabilidad en la transmisión del saber humano. Al estar hoy vedada la promoción social a los alumnos que no poseen incentivos suficientes en el hogar, el efecto que se pretende no sólo atañe a ideologías o a programas de partido sino a la base misma del régimen de poder, revelando así los dos factores capitales que, desde el ensayo de Étienne de la Boétie [1], explican qué cosa sea la servidumbre voluntaria: la tutela y la ignorancia.

A estas alturas, el maestro que crea que no está preparando a sus chavales para el futuro se engaña absolutamente. Debe saber que sí los adiestra, pero ahora no para ser ciudadanos sino para ser “otra cosa”. La poca exigencia en la superación de un ciclo vital tan determinante para la forja de la personalidad de cualquier adolescente desemboca en la falta de responsabilidad, en la configuración de un universo tutelado donde la libertad se reduce a la exigua capacidad de elegir alternativas predispuestas. Varias generaciones han salido ya de los institutos trasladando ese beneplácito en la no libertad o servidumbre. A medida que la sociedad civil se llena de conciencias débiles y controladas, la civilidad ha ido quedando excluida de unas relaciones que siguen ahora pautas bien distintas. Así como una de sus bases, la libertad, ha delegado sus funciones de supervisora, de creadora de responsabilidad moral en una estructura superior, el Estado, el sistema educativo ha dejado en manos de la sociedad de la tutela, del Gran Hermano orwelliano, su coherencia fundacional. El alumno alienado y el individuo social alienado son síntomas de la misma enfermedad.

Por último, el vaivén de leyes y de planes de estudio que muchos han criticado no se debió a que la enseñanza fuese un arma arrojadiza de los sucesivos gobiernos en el poder, sino a la exigencia de crear mecanismos de justificación de lo que existía y existe, la salvaguarda del orden establecido. Con la apariencia de “sana confrontación democrática” en realidad se ha estado poniendo en práctica, desde hace más de treinta años, el gatopardiano principio de que hace falta que algo cambie para que todo siga igual. Desde otra perspectiva es imposible comprender cómo nadie ha sido capaz de ponerse manos a la obra para arreglar el desaguisado, o cómo, con el fin de enderezar el rumbo de las últimas estadísticas negativas, se sigan ofreciendo soluciones -los programas electorales de los principales partidos políticos están ahí para comprobarlo- tan pueriles, tan cobardes, tan absurdas.

En una realidad política edificada a partir de simulacros de representación ciudadana, toda confrontación orbitará en torno a cuestiones decididas o pactadas con anterioridad para que cualquier superficie obtenga la apariencia de abismo decisivo. Por una vez, nadie miente. Puesto que ninguno de los partidos con opciones de gobernar debe saltarse el guión, únicamente las polémicas de la enseñanza privada y concertada, de la Educación para la Ciudadanía y de las veleidades nacionalistas pueden estar recogidas en sus respectivos programas electorales. Si a estas alturas hay gente todavía capaz de mostrarse desengañada con unos partidos que, teniendo la oportunidad de reformar a fondo la enseñanza, incurren en imprecisiones que silencian los verdaderos remedios, es porque no ha comprendido que éstos, como representantes del Estado y no de sus votantes, sólo aspiran a perpetuar un régimen político del que se nutre. Y está demostrado que el actual sistema educativo conviene al régimen.

Con estas tres soluciones, la partidocracia española ha podido sobrevivir hasta el momento presente. La consecuencia -enmudecidos los principales agentes de la enseñanza y sofronizadas las conciencias de varias generaciones de estudiantes-, que vivimos y viviremos durante muchos años, es la ignorancia, tutelada por el Estado y financiada por la oligarquía. Hasta tal punto se han armonizado régimen político y sistema educativo que es imposible que éste cambie en lo sustancial sin la sustitución de aquél.


[1] El autor de este ensayo se refiere a su vez al ensayo Discurso sobre la servidumbre voluntaria de Étienne de la Boétie (1530–1563).

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